Una familia, una tierra,
un sabor indiscutible.
Muchos dicen que, justo en esa loma de Los Tabucos, un ángel rocía con sus lágrimas la siembra. “Tiene que serlo”, aseguran, “allí todo florece en abundancia”. Otros, como yo, creemos que la verdadera magia nació en las manos de quienes trabajaron por primera vez esa tierra.
Esta es la historia de Bolitos y Candín, mis abuelos. De su fuerza y coraje, de su casita de madera y de sus 16 hijos. Del cacao y del chocolate dominicano. Esta es la historia que dio paso a la leyenda: “a quien come nuestras barras, compañía y buen consejo no le falta”
¿Pero de dónde creen que surgió el rumor? Son muchas las hipótesis. Posiblemente de la lluvia misteriosa que arropa las tareas que rodean la casa y que los vecinos aseguran emana un aroma tan dulce y penetrante que atrae a los corazones que buscan compañía. Quizás de la alquimia de Mamá Candín (Consuelo Rodríguez), de su templanza y destreza innegable para administrar entre 18 bocas: un pollo para el almuerzo y tres huevos para la cena. O de los dichos de Bolitos (Sr. José Manuel Núñez),que hasta la siembra de hoy, acompañan a sus hijos y a sus nietos.
Sea por una cosa o por otra, hay algo fascinante en ella: los finales son comienzos y los tiempos malos, el augurio de algo bueno. En 1989, luego de que La Enfermedad de La Roya se extendiera como una densa tiniebla sobre los cultivos de café dominicano, hubo hambre. Y esa hambre, de manera paradójica, sembró en Bolitos una idea que daría muchos frutos.
Lo supo una mañana, cuando Mamá Candín —que tenía a un niño en una pierna, a otro de meses aferrado a su pecho y uno más en el vientre— hizo como pudo para levantarse y preparar chocolate caliente. Ese aroma, que salía del pequeño anáfe, se coló rápidamente en cada rincón de la casa como un aliento divino que aclaraba la mente y desenredaba las ideas en la cabeza. “Hay que sembrar cacao”, dijo mi abuelo, con esa certeza que tienen los que se enamoran a primera vista: de una vez y para siempre.
Y desde ese momento no paró de sembrar. Sembró bajo la lluvia, sembró en días de sol. Sembró cuando otros dejaban de sembrar y esperó. Esperó con una convicción que pocos tienen, espero con alegría, con ansiedad y hasta con cansancio. Aún así, nunca dejó de esperar.
La espera trajo consigo la primera cosecha y tras cada recolección, aquello que empezó como una idea para dejar atrás la desesperanza, se volvió un negocio familiar que involucraba desde el más grande hasta el más pequeño de sus hijos. Hombres y mujeres por igual.
Unos recogían, otros clasificaban, otros secaban y otros vendían. En esa casita turquesa nadie se quedaba sin oficio. Lo bueno es que el trabajo nunca fue visto como una carga, al contrario, era una forma de vivir y hasta de jugar para mis tíos más pequeños. Cada labor que se hacía era conducida por la voz firme, pero afable de mi abuelo: “Se hacen las cosas bien o no se hacen”, “el que siembra no pasa hambre”.
¿Y saben qué? Bolitos no solo sembró cacao, también valores. Quizás por eso, como si se tratase de un eco que no se desvanece, hay quienes aseguran que entre el crujir de los pasos y las hojas que caen en ese campo de Los Tabucos, se escuchan aún sus consejos. Eso que sembró, hizo que a pesar de los viajes, de los negocios y el paso del tiempo, todos sus hijos volvieran al campo. Ni Nueva York, ni Boston, ni las grandes urbes pudieron desenterrar ese apego por la tierra que los vio nacer.
Es como si aquello que ocurrió en el pasado de alguna forma siguiese ocurriendo. Y es que había una relación tan… ¿cómo describirla?… Estrecha entre Bolitos y el campo que, cuando una visa americana amenazó con separarlos, una lluvia torrencial cayó durante tres días solo en esa parte de la loma. Fue tanto lo que llovió que el río creció y entró a la casita, como si quisiera llevarse todo lo malo. Y fue así. Dos días después no hubo forma ni manera, que las cuatro mujeres de la casa, que tenían una habilidad innata para encontrar lo que nadie encuentra, pudieran hallar en algún rincón el pasaporte del abuelo.
Nadie pudo separarlos del campo. Era como si el amor que se profesaban mis abuelos entre sí creciera de forma tan proporcional y entrañable como el amor de ellos hacia la tierra. Para ellos, todo lo relacionado a cultivar cacao era una especie de hilo conductor que entretejía cada capítulo de su historia y la de su familia.
Hoy, 30 años después, por una razón casi mística, nuestras barras de chocolate guardan dentro de sí algo de esa sabiduría de Bolitos y ayudan a encontrar a quienes la saborean buena compañía. Quizás por eso, como si aún Mamá Candín se encargara de repartir cada bocado, cuando alguien abre una de nuestras barras de chocolate siempre encuentra con quién compartirla.